jueves, 3 de julio de 2014

DIAGNÓSTICO DE UNA MADRE QUE PERDIÓ A SU HIJO: TRISTEZA ABSOLUTA.

Por primera vez, cuenta qué hubo detrás del suicidio de su hijo, un estudiante de los Andes.
No sobra nada. Hay justo lo necesario para vivir bien; un buen apartamento y sin extravagancias en un sector del norte de la ciudad, un cupo en la mejor y más costosa universidad del país, y la posibilidad de viajar una vez al año a cualquier rincón del mundo.
Nada de eso importó, el diagnóstico fue solo uno: tristeza absoluta. Santiago* había entrado en un estado que en psicología llaman plano; morir era la única opción. “Hace cuatro años que no le encuentro sentido a mis días. No quiero estudiar, no quiero ser psicólogo, no quiero pasar mi vida en una oficina. He tratado de tener sexo desenfrenado, usar drogas, pero me es imposible ser feliz”, decía un aparte de su primera carta de despedida.
Sofía*, atlética, de 59 años, habita en el mismo lugar en donde vio a su hijo por última vez. Carga la historia de un pasado con excesos de soledad, y un kleenex se deshace en su rostro tratando de desaparecer las lágrimas. “Nací en Suba cuando era un potrero apartado. Allí vivía con mis dos hermanos. El único contacto era con los niños trabajadores de la finca. Nuestra educación fue en casa”.
Su padre, austriaco, los apartó del mundo, al parecer queriendo alejar a su familia de la Segunda Guerra Mundial, esa que persistía en su cabeza y que le había arrancado de su vida a su primera esposa y a un hijo. “Llegó a Colombia con dos marcos, triste, expulsado de su país. Para él fue como comenzar de nuevo. Con 55 años se casó con mi mamá que tenía 25 y era modista, tuvo tres hijos y vivió de su carrera, arquitectura”.
Sofía recuerda las palabras dulces que él le decía, pero también su reacción cuando decidió estudiar Secretariado Bilingüe. “Se puso furioso. Tenía miedo de que sus hijos se fueran. Con el tiempo lo asimiló y hasta me ayudó a terminar mi carrera porque vio resultados. Yo era importante para él”.
Otra fue la historia con su madre, una mujer recia de origen campesino. “Fue muy dura conmigo. Venía de una familia de nueve hermanos, pobres, que vivían en el campo. Mis abuelos siempre dependieron de criar gallinas y animales.
Todos sus hermanos se vinieron a Bogotá. Lo que siento es que ella descargó más responsabilidades en mí, que en mis otros hermanos”.
Durante 32 años Sofía fue exitosa, siempre trabajó en multinacionales y, en ese momento de su vida, en la misma zona rural donde transcurrió su juventud, conoció a su esposo haciendo deporte, una afición de toda su vida.
Cuatro años después de su matrimonio, nació Santiago, pero para ese momento la relación de pareja ya era difícil. “Siempre tuvo un carácter duro. Él es ingeniero civil y, aunque trabajó mucho tiempo, cuando nació mi hijo se quedó sin empleo”.
A los 32 años Sofía no solo respondía con la mayor parte de las responsabilidades de su hogar, laborando de 8 de la mañana a 5 de la tarde, sino por la salud de sus padres, ya ancianos. Y llegaba a su casa a cumplir con las tareas del hogar. “A mi pareja no le gustaban las empleadas: le parecían terribles”.
Mientras todo eso pasaba, Santiago era cuidado en una guardería del barrio, muchas veces hasta las 7 u 8 de la noche, porque pocas veces su padre se apersonaba.
Hasta quinto de primaria Sofía tenía que llegar del trabajo a hacer las tareas con su hijo. “Llegaba cansada a hacer oficio, a cocinar, a lavar la ropa… Sí, yo le gritaba si las tareas le quedaban mal hechas. Repetí el mismo patrón de mi mamá. No dormía bien, mi trabajo era exigente, discutía con mi esposo porque nunca podía recogerlo. Le hacía saber que estaba cansada pero nunca actuamos como un equipo de trabajo”. Sofía suspira. Ese mismo recorrido de su vida lo ha hecho una y otra vez, después de la muerte de su hijo.
Una pequeña sonrisa se dibuja luego en su rostro y recuerda esos momentos alegres en los que él y ella eran uno solo. “Santiago fue hermosísimo. Me ayudaba a lavar la losa, me alcanzaba las pantuflas, era tierno. Le iba excelente en su colegio, era muy disciplinado”.
Pero había una constante en la vida de Santiago: creció viendo a su madre trabajar, a su padre irse, no sabía a dónde, pero siempre lejos de su existencia, la posibilidad de tener alguna vez a un hermano desvanecerse entre las ocupaciones de su familia. “Mi esposo no quiso otro niño. Era un hombre huraño, pero tampoco lo culpo. Desde los diez años estuvo en un colegio interno y después en un seminario. El papá trabajaba, la mamá era maestra. Terminamos uniéndonos dos personas con un pasado triste”.
Santiago pasó de ser un niño sensible, amante de los animales, a convertirse en uno tímido, cada vez más ajeno a su entorno. Siempre fue el mejor en materia académica, pero no pasaba lo mismo en su vida social. “Supe por una profesora que tuvo tiempos en los que estaba muy aislado. Era de pocos amigos, como yo. A mí me daba jartera reunirme, perder todo un día para dos horas de trabajo me parecía estúpido”.
A Sofía le pesan muchas cosas. Solía hacer ejercicio los domingos. Corría 10 o 20 kilómetros. Mientras eso pasaba su hijo la esperaba en casa. Cuando la veía llegar estaba muy cansada. “Dormía mucho, estaba rendida. Esa era mi vida los fines de semana”, recuerda.
Los escasos momentos en que madre e hijo se relacionaban estaban precedidos de ataques de celos del padre. “Le enfurecía que yo me metiera en la cama con mi hijo hasta los 20 años. En ese momento Santiago me contaba cosas, nos reíamos. Mi esposo siempre fue cuadriculado, seco, indiferente y machista”, cuenta.
Entonces, Santiago se fue refugiando en sus estudios. Aprendió a jugar tenis, patinaje, natación, escuchaba música durante horas y pasaba tardes enteras perdiéndose entre programas de cultura e historia.
Solo había un mes en el año en el que intentaban ser familia. “Pedía vacaciones y nos íbamos a cualquier parte del mundo. Así conocimos Chile, Argentina, Alaska, Canadá, Brasil. A mi hijo le gustaban mucho los viajes. Una vez me dijo: ‘Solo esos días estamos juntos, ¿verdad mami?’ ”.
De resto, las Navidades eran tan solas como los demás días del año. El padre de Santiago solía desaparecer justo el 24 de diciembre porque detestaba tener que pasar ese día en familia. Decía que regalarse medias y calzoncillos era un plan demasiado aburrido. Entonces Sofía y Santiago hacían las visitas de rigor y, otra vez, se refugiaban en su pequeño mundo.
Santiago era autodidacta. Aprendió a hablar inglés, francés y alemán con casetes que su madre le regaló y cuando alcanzó la edad suficiente para entrar a la universidad, qué mejor opción que la Universidad de Los Andes, cuna de ministros y presidentes.
Quiso estudiar veterinaria o arquitectura, por las historias de su abuelo, pero terminó inscribiéndose en psicología, y al poco tiempo, influenciado por su madre, a alternar su carrera con la de idiomas. Tenía 18 años cuando comenzó en la universidad. “Lo forcé a estudiar dos carreras. Sus días eran muy pesados, pero era el mejor”.
Santiago cumplió 22, con una apariencia física de un joven menor, que vestía ropa oscura. Era alto y solía contarle a su mamá la historia de una niña que andaba con una maleta, siempre apartada, siempre sola. “No sé si me intentaba contar cosas. Creo, ahora, que estaba hablando de él”, dice Sonia.
El comienzo del fin
Ese día Santiago había tomado la decisión de salir más tarde de su casa hacia la universidad para no tener que irse con su madre. Cambió de horarios y quiso comenzar a llegar más tarde a dormir. El contacto era mínimo y su personalidad cambió de forma drástica. “Él llegó a consumir marihuana”.

Eran menos los momentos en los que quería hablar con su mamá, hacerle cosquillas o burlarse de las costumbres colombianas que catalogaba de ordinarias. “Decía que la gente debería ser más culta. A mí tampoco me gustan mucho las cosas de este país: el vallenato, las chivas, las cosas autóctonas me hartan”, dice Sofía.
Una pelea con su hijo cambió para siempre la rutina de esta familia. “Discutimos. Se puso histérico porque la empleada desconectó el televisor y dañó un programa que estaba grabando. Me gritó y yo le exigí que no me faltara al respeto. Esa noche se lavó los dientes, se despidió de mí y al otro día desapareció. Eso fue el miércoles 8 de septiembre del 2008”.
Pasaron jueves, viernes, sábado, domingo y lunes. Era el fin de semana que se celebra el Día del amor y la amistad. “Lo buscamos por todos lados, le escribimos correos, fuimos a la funeraria, a la Fiscalía pero no aparecía. Me acosté destrozada”.
Eran las 11:30 de la mañana cuando sonó el teléfono. Santiago se había internado en un hotel. Llevaba dos días sin salir y eso alertó al personal. “Se había tomado 60 pastillas. Fue su primer intento de suicidio. No me dijo nada. Estaba seco. Yo también sentí miedo de preguntar. Después de eso nos dijeron que buscáramos a un psiquiatra”, cuenta su madre.
El padre de Santiago había encontrado algo más en la maleta del joven: una cuerda. El plan B era colgarse, pero tener 1,80 de estatura le dificultaba la tarea. “Nos recomendaron que lo lleváramos a la clínica Monserrat, para enfermos mentales. Allá estuvo durante un mes”.
Fueron tardes enteras bañadas en llanto. Sofía tenía que ver a su hijo sedado para que no se suicidara porque esa se había convertido en su obsesión. Buscó la muerte colgándose de la columna de un baño y cortándose las venas con una cuchilla.
Salió de la Monserrat contento, cansado de dormir tiempo completo, para que la idea del suicidio se le borrara un poco. Pero allá hizo dos intentos más, incluso, con una cuchilla. “Yo le decía: ‘Hijo, por qué te haces esto’. Y él me respondía: ‘Mamá, porque me duele menos’. ‘¿Luego, qué te duele?’. ‘¿Adentro mamá, adentro’. Es como si buscar la muerte lo liberara”, recuerda Sofía.
Los psicoanalistas salían frustrados de las sesiones con el joven: se resistía a hablar del pasado y por eso llegaron a contratar a un psiquiatra reconocido. “Un mes después mi hijo salió de la clínica”.
Santiago volvió a la universidad en 2008, tenía lapsos de dos meses en aparente calma hasta que llegó la Navidad. “Ese día, como nunca, decidimos pasarla juntos en la casa de la abuela. Cuando íbamos llegando se le desgranaron las lágrimas y me dijo: ‘Mamá, no puedo’. Nos tocó devolvernos a la casa”.
Santiago había hecho un pacto en terapia. Prometía vivir solo hasta el 15 de enero de 2009. Mientras se cumplía el plazo, Sofía se desgarraba por dentro cada vez que veía a su hijo salir a la calle. Era una angustia permanente de pensar en recibir la peor de las noticias o en hacer algo que sacara de esa infinita tristeza a su hijo. Cerrar los ojos en las noches era una pelea contra el tiempo y el cansancio.
Una de esas noches oyeron un ruido. Santiago había coleccionado pastillas en un frasco. Aquella vez, ingirió demasiadas. “ ‘Hijo, ¿qué haces?’ Él, en medio de su borrachera, me dijo: ‘Ya sabes mamá’ ”. Sofía y su esposo terminaron esa noche en la clínica. Le hicieron un lavado de estómago. Duró una semana desintoxicándose y cuando despertó solo dijo: “Maldita sea, por qué me quieren obligar a vivir”.
Sofía mataba sus demonios corriendo; era lo único que la ayudaba a seguir, a sentir el odio de su hijo por no dejarlo partir, a soportar verlo internado en la Clínica La Paz, en donde también intentó colgarse, porque ya los gastos no le permitieron mantener el tratamiento en un sitio privado. Su convicción de morir era tan clara que se burlaba de sus compañeros de encierro, a quienes tildaba de locos por sus extrañas maneras de padecer su enfermedad. Dos meses después, salió de la clínica. Cumplió 22 años el 14 de julio de 2008 y el 16 de ese mismo mes todo acabó. “El psiquiatra dijo que su diagnóstico era tristeza absoluta, depresión mayor; en esos casos no hay expectativa de vida. Ahora pienso que él hizo esfuerzos por vivir. No por él, por nosotros. Comer, sonreír era difícil”, contó.
Santiago estuvo en paz el día en que tuvo la convicción de morir. Los psicólogos que lo trataron dicen que ese momento se llama ‘plano’. Luego de esta etapa llegó el día. “Esa noche soñé que bajaba las escaleras. Vi a mi hijo dentro del carro y un colchón estaba debajo del mismo. Cuando intenté entrar, la puerta estaba con candado”.
Ese fue el preludio. Cuando Sofía despertó su hijo yacía en su cama, había vomitado y a su lado había una botella de Coca Cola sin terminar. Eso pasó a las 3:30 de la mañana. A las 5:50, el apartamento de esta familia estaba lleno de funcionarios de la Fiscalía y de paramédicos.
Fue doloroso, pero, en medio de ese infierno, Sofía siente que él descansó de esa búsqueda permanente de la muerte.
Sofía mantiene el cuarto de su hijo intacto. Ahora, que ya no trabaja, sabe que la luz del día entra directo en la habitación de su hijo, rastrea cada detalle de su vida para tratar de encontrar el momento exacto en que su hijo tomó un camino sin salida, soporta en silencio los años que le quedan. Vive con su esposo a quien culpa, por parte, de su desgracia y corre, corre mucho, tratando de entender las razones que le impidieron celebrar una Navidad, darle un juguete a su hijo, invitar a sus amigos a la casa, tantas cosas. “Después del suicidio es como si se abriera un telón. Ahora, vivir... ¿como para qué? No sé si lo haga”, dice.
Le ha rondando la idea de la muerte y por eso asiste a una fundación de familiares de suicidas para superar su tragedia. Ha entendido que muchos jóvenes toman la decisión por soledad. “Por eso le cuento mi historia, no es amarillismo, es para que otras familias cambien a tiempo y que para que universidades y colegios intervengan si hay alertas, como las de mi hijo”.
Hoy, ni sus allegados conocen la historia completa que desencadenó la muerte de Santiago, porque Sofía los odió después de ese día. Todas las cartas de despedida son guardadas por ser el testimonio de una vida que se apagaba.
También el anuario en el que escribió en alemán: “Gracias mamá, tías, abuelas por haber sido incondicionales. Papá, no sé por qué siempre estás tan alejado de mí”.
CAROL MALAVER Redactora de EL TIEMPO


*Nombres cambiados para proteger identidad. Escríbanos a carmal@eltiempo.com